Corrrería el año 1968 cuando , haciendo turisteo regional desde Sevilla a las serranías gaditanas en mi primer coche, un renault-8 azul marino , llegué , creo que por una Manga aún sin asfaltar , al pueblo más alto de la provincia de Cádiz : a Villaluenga del Rosario. Subí desde Ubrique y Benaocaz guiándome por mi mapa de carreteras o lo que aquellas vías de comunicación fueran en los ,ya , lejanos años en los que yo estudiaba mi carrera de letras.. El paisaje de las sierras de el Caíllo y de Líbar me impresionó. El pueblo , casi deshabitado a media tarde de aquél verano , me pareció recóndito , misterioso y de un peculiar atractivo. En las paredes montañosas se abrían grutas y cuevas habitadas desde tiempo inmemorial , buenos refugios después para fugitivos y bandoleros que hacían sus cometidos amparados en lo abrupto y escarpado de los montes. Un pueblo misterioso , pequeño y de bellísimos paisajes al que volvería de soltero y seguí haciéndolo de casado con los niños de Carmen-carminis y míos ; con Guillermo , hoy el trovador Guillermo Alvah , y Carmen niña. Recuerdo a mi mujer con su bombo , en cuyo interior estaba Guillermete , por las cuestas y las callejas enjalbegadas de la villa larga. Sobre todo recuerdo a la futura madre en la escalerilla de una casa de la que me enamoré y en la que vivía una señora de negro , muy vieja , que , a duras penas , salía y entraba de la casa ; sin duda su dueña . Tenemos una foto , en casa , de Carmen en la escalinata bajo el sol de aquel otoño del año 1987.
Solíamos hospedarnos , en posteriores idas a Villaluenga , en el Hostal la Piscina , regentado por un buen muchacho llamado Manolo quien tenía en la cabeza hacer del hostal un emporio hostelero en el corazón de la Sierra de Cádiz. Era buen hombre al que las cosas no le fueron como él planeó. Al Hostal La Piscina , pues recibía tal nombre por la piscina de dimensiones olímpicas que en él había , y creo que sigue habiendo a pesar de los problemas de agua corriente en territorio kárstico , íbamos con cierta frecuencia. En él conocí a uno de los hombres que más me han impresionado en mi vida por su bondad , delicadeza natural y saber estar. A Diego, el pastor de payoyas. Enjuto , de piel en la que los fríos y la lluvias invernales habían abierto surcos profundos. Con él jugábamos a las cartas en las noches crudas de invierno y en su caballo nada jaco montaba a Guillermete algunas mañanas soleadas entre la escarcha de las yerbas. Con Diego hablaba yo de todo lo importante porque Diego había atrapado la sabiduría de la naturaleza en los impresionantes atardeceres y amaneceres de los montes de Villaluenga. Hace tiempo que no voy por allí. Cuando lo haga visitaré a Ana Mary en su Pensión. Aquí almorzábamos como si en otra época estuviésemos y viviésemos. De vez en cuando subíamos a la iglesia donde está el cementerio actual. El primer cementerio , siéndolo pero casi sin parecerlo , que visitaron mis hijos. Los colores de las montañas de Villaluenga del Rosario con sol , nubes o niebla , en las alboradas y en los atardeceres , inolvidables. Como Diego el pastor quien , quizá, llegase a conocer a Pedro Pérez Clotet , otra persona con sensibilidad que tan bien supo captar la belleza de Villaluenga.
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