Escribo a la espera de que la de rosáceos dedos aparezca con su puntualidad eterna. Si no lo hace, mala cosa y las tinieblas reinarán. No dudo de su aparición ; es mujer obediente que cumple órdenes de la superioridad.
Luces de barcas nadadoras tintinean entre las olas mientras una viejecita, abrigada y con pasos cortos, camina en la soledad del Paseo. Se acerca a un banco de piedra y se sienta. Mira hacia los lados y me ve tras el cristalón de mi ventana, observándola.
La anciana reemprende su marcha con pasitos cortos y armónicos. Anda erguida , pero el siglo no hay quien se lo quite. Ya ha llegado la de rosáceos dedos y vislumbro la alfombra de arena entre el mar y yo. Las nubes la reciben con lágrimas y pienso adónde se habrá guarecido la anciana centenaria. Dejo la pluma sobre la escribanía y miro la marina que, a manera de lienzo en continuo movimiento, prolonga la sala de estar como proa de barco.
La anciana , ahora bajo un paraguas obscuro, camina bajo el calabobos. Parece deambular sin rumbo fijo. Me visto y bajo. La encuentro sentada en el sardinél del zaguán y la invito a subir. Accede. El café humeante la reanima mientras observo que sus ojos son zarcos y sus manos, de dedos finos, muestran una uñas cuidadas. No habla. Mira al entorno y se fija en el rostro de Ofelia. Al sonreir, veo unos dientes blancos impropios de dentadura añosa. Su piel es sonrosada y azulona. Su cabello cano y sus modales distinguidos. No le importa sentirse observada y , con pulso firme, se sirve azúcar removiendo la cucharilla con mimo formando pequeños remolinos en el centro de la taza de Limoges. Aspira el aroma y paladea sonriendo agradecida. No hay tensión entre los dos, sí curiosidad por mi parte.
La ropa tiene la elegancia de las buenos paños ajados. No hay palabras, sólo franqueza en las miradas. Ella ya sabe más de mí. Sabe dónde vivo y cómo es mi casa. De aquí habrá deducido más. Yo, ni una cosa ni otra. Tan solo que es una señora a la que vi pasear poco antes del amanecer con pasos cortos hacia las afueras de la ciudad; y , luego, volver bajo el paraguas que la protegía de la llovizna.
Rompe el silencio y me pregunta si puede coger el libro que sobresale de la ménsula en la que otros reposan. Naturalmente, digo. Es una aproximación a la Historia de España. Habla castellano y su voz acaricia como la mano agradecida de un niño. Ojea el tomo con delicadeza y lo vuelve a colocar en su sitio. Ya sabe, también, mi nombre. Sin embargo yo no sé el suyo. Gracias, gracias por todo, comenta ; y , como averiguando mi curiosidad, dice :
Nací en estas tierras y de mocita fui muy cortejada. Hombres morenos y rubios me desearon en mi primera juventud. Fui atractiva, muy atractiva. Fenicios, griegos romanos, visigodos y árabes se disputaron mi amor y mis riquezas. Lucharon en mí y por mí gobernándome mal. Todos tuvieron celos unos de otros porque querían que les perteneciese entera. Intentaban hacerme suya sin respetarme ni comprenderme, sin ahondar en mi compleja forma de ser. Tras una pausa, continuó así. Fui primera dama durante un tiempo corto para pasar pronto a dama de segunda cama; a pesar de haber parido a mi gran hija en mi viaje de bodas con Colón. Fui, entonces, más rica que nadie ; sin embargo mis tesoros fueron esquilmados por admistradores rapaces. Siempre he tenido poca suerte con los hombres. Me hirieron con rudeza, mas nunca tanto como en la guerra del treinta y seis. Sin cicatrizar aún mis heridas , algunos hijos siguen rompiéndome el corazón ; y ahora, ya muy vieja, estoy arruinada. Me llamo España, la malquerida.
Desde la ventana la vi caminando hasta que dobló la primera esquina. No sé adónde irá. Tampoco si se habrá ido para siempre.Sí que es una gran señora merecedora del máximo respeto.
Luces de barcas nadadoras tintinean entre las olas mientras una viejecita, abrigada y con pasos cortos, camina en la soledad del Paseo. Se acerca a un banco de piedra y se sienta. Mira hacia los lados y me ve tras el cristalón de mi ventana, observándola.
La anciana reemprende su marcha con pasitos cortos y armónicos. Anda erguida , pero el siglo no hay quien se lo quite. Ya ha llegado la de rosáceos dedos y vislumbro la alfombra de arena entre el mar y yo. Las nubes la reciben con lágrimas y pienso adónde se habrá guarecido la anciana centenaria. Dejo la pluma sobre la escribanía y miro la marina que, a manera de lienzo en continuo movimiento, prolonga la sala de estar como proa de barco.
La anciana , ahora bajo un paraguas obscuro, camina bajo el calabobos. Parece deambular sin rumbo fijo. Me visto y bajo. La encuentro sentada en el sardinél del zaguán y la invito a subir. Accede. El café humeante la reanima mientras observo que sus ojos son zarcos y sus manos, de dedos finos, muestran una uñas cuidadas. No habla. Mira al entorno y se fija en el rostro de Ofelia. Al sonreir, veo unos dientes blancos impropios de dentadura añosa. Su piel es sonrosada y azulona. Su cabello cano y sus modales distinguidos. No le importa sentirse observada y , con pulso firme, se sirve azúcar removiendo la cucharilla con mimo formando pequeños remolinos en el centro de la taza de Limoges. Aspira el aroma y paladea sonriendo agradecida. No hay tensión entre los dos, sí curiosidad por mi parte.
La ropa tiene la elegancia de las buenos paños ajados. No hay palabras, sólo franqueza en las miradas. Ella ya sabe más de mí. Sabe dónde vivo y cómo es mi casa. De aquí habrá deducido más. Yo, ni una cosa ni otra. Tan solo que es una señora a la que vi pasear poco antes del amanecer con pasos cortos hacia las afueras de la ciudad; y , luego, volver bajo el paraguas que la protegía de la llovizna.
Rompe el silencio y me pregunta si puede coger el libro que sobresale de la ménsula en la que otros reposan. Naturalmente, digo. Es una aproximación a la Historia de España. Habla castellano y su voz acaricia como la mano agradecida de un niño. Ojea el tomo con delicadeza y lo vuelve a colocar en su sitio. Ya sabe, también, mi nombre. Sin embargo yo no sé el suyo. Gracias, gracias por todo, comenta ; y , como averiguando mi curiosidad, dice :
Nací en estas tierras y de mocita fui muy cortejada. Hombres morenos y rubios me desearon en mi primera juventud. Fui atractiva, muy atractiva. Fenicios, griegos romanos, visigodos y árabes se disputaron mi amor y mis riquezas. Lucharon en mí y por mí gobernándome mal. Todos tuvieron celos unos de otros porque querían que les perteneciese entera. Intentaban hacerme suya sin respetarme ni comprenderme, sin ahondar en mi compleja forma de ser. Tras una pausa, continuó así. Fui primera dama durante un tiempo corto para pasar pronto a dama de segunda cama; a pesar de haber parido a mi gran hija en mi viaje de bodas con Colón. Fui, entonces, más rica que nadie ; sin embargo mis tesoros fueron esquilmados por admistradores rapaces. Siempre he tenido poca suerte con los hombres. Me hirieron con rudeza, mas nunca tanto como en la guerra del treinta y seis. Sin cicatrizar aún mis heridas , algunos hijos siguen rompiéndome el corazón ; y ahora, ya muy vieja, estoy arruinada. Me llamo España, la malquerida.
Desde la ventana la vi caminando hasta que dobló la primera esquina. No sé adónde irá. Tampoco si se habrá ido para siempre.Sí que es una gran señora merecedora del máximo respeto.
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