A CORAZÓN ABIERTO.
Tengo, igual que ayer, igual que todos los días, folios en blanco sobre la mesa de nogal. Folios en los que podría escribir mis pensamientos, tal vez alguna poesía, el comienzo de un cuento, de una novela, algo…
Mas un día y otro, una hora y otra, no puedo hacerlo. El papel todo lo admite, pero no puedo expresar nada. Mi imaginación se ha secado.
Me levanto, orino. El espejo refleja la profunda tristeza de mis ojos. La mirada moribunda que años atrás fue chispeante. No es por la mácula interna de mi ojo izquierdo. Enciendo un pitillo ante la tentación de acostarme y cerrar los ojos.
Mi mujer se resiente por los tres largos años que dura mi depresión, lo cual me hunde aún más. Y la tengo a ella, a mis dos hijos y a mi madre anciana bajo mi responsabilidad. Llaman los amigos , esperanzados, en oir de mi voz que estoy algo mejor. Nunca lo oyen. La tristeza me muerde y me corroe. Tengo miedo al tiempo. Un miedo que me atenaza, que me incapacita. Un miedo cerval que me condena al Averno en el que vivo y cuyas llamas se acercan a los de mi alrededor chamuscándolos.
Sólo mi hijo, estudiando en Sevilla, parece estar a salvo. Él sí es feliz con su música y su novia. No puedo hacer nada. Ni llorar. Sólamente sufrir mientras pasan, huecos, los días. A él, a mi hijo, lo estoy oyendo, en D.V.D., cantar su : Fin del Mundo. Su voz es clara. Modula bien. La letra es buena. Aprecio que música y letra están bien trabajadas. Ambas componen poesía, crean.
Me pregunto qué será de él dentro de unos años cuando yo ya no esté. Cuando otro de los eslabones que lo unían al pasado sea polvo o se haya diluído, convertido en ceniza, en el éter eterno. Ahora canta su : A los Ángeles más frágiles del Rock and Roll. Me invade la nostalgia, prima hermana de melancolía.
Mi cerebro, dicen los entendidos, ha dejado de segregar ciertas substancias, entre ellas la serotonina, dicen…Su déficit me ha llevado a la depresión. A una muerte vivida que me lacera sin piedad. Y la muerte no tiene futuro en el mundo material que habito. Tal vez sí la tenga en el otro. Quiero creer que así será. Por ello, la idea del suicidio va y viene con frecuencia a mis pensamientos. Se pasea por las circunvoluciones y anfractuosidades de mi cerebro. Con ellas coquetea, atractiva. Cobardía sería aceptar sus insinuaciones. Por dignidad, amor a los míos y Fe, la rechazo y sigo siendo mártir. Mártir oculto y anónimo, pero mártir hasta que la Providencia quiera curarme o llevarme. Nadie soy para tomar la iniciativa. Decido seguir padeciendo. Dejarme llevar por los cánticos de la parca Átropos supondría traspasar mi pena honda a mis seres más queridos. Aun si no fuese creyente en otra vida, no me dejaría llevar por los cantos de la parca. El amor me lo impide.
Soy consciente de las causas de mi trastorno. Del “ síndrome de inadaptabilidad “ como se diagnosticó mi enfermedad por primera vez. De mi depresión grave o de primer grado. De mi depresión recidiva que me obligó, no lo hubiera hecho sin su aparición, a jubilarme. No culpo a nadie. Los causantes no fueron conscientes del mal que hacían. No hubo en ellos voluntariedad. Sí cortedad, pero los errores fueron de bulto. El hombre es proclive a cometer yerros. Asumo los míos.
Mi depresión es exógena, si bien incubada en un nutriente caldo de cultivo genético cuyos ingredientes conozco.
He redactado varias frases seguidas. Me alegro. Escribir siempre me ha gustado y ahora, sin obligaciones laborales, puede servir de antídoto. Sin duda cuando no soy capaz de hilvanar varias palabras con alguna coherencia, la desazón aumenta. La escritura es el asidero al que me agarro para sobrevivir. La lectura es otro. Aquella es exteriorización, ésta interiorización. Ambas son recomendables para paliar la enfermedad.
Hoy ha amanecido un día claro. Poco antes, la Luna rielaba en las aguas plácidas de El Atlántico que desde mi casa, en primera línea de playa, tengo a un tiro de piedra. El mar, descaradamente próximo, siempre a la vista desde cualquier lugar del piso, se cuela, sin pudor, por todos los rincones. Es mi vecino de enfrente que, sólo los días tempestuosos y de vendabal, frunce el ceño con hostilidad amenazante. Ha sido, a veces, mi confidente. En su inmensidad se han bañado mis lágrimas. De las blancas espumas de sus olas me he despedido con un hasta mañana al cerrar, de noche, la cancela de la terraza. Con un hasta mañana que, más de una vez, hubiese deseado que fuese hasta nunca. O hasta siempre si mis cenizas fuesen esparcidas entre ellas.
Tengo una mujer y unos hijos adorables. También buenos amigos en el ámbito profesional y ajeno a él Carezco, que se sepa, de enfermedad somática. Tan solo pequeños achaques propios de sexagenario. Carmen, mi mujer, es buena, guapa y joven. Digno de admirar su comportamiento. Me quiere como yo la quiero a ella. Lo mismo puedo decir de mis hijos. Por ellos debería sobreponerme. Por ellos, aun viviendo martirizado, me levanto cuando por las mañanas abro los ojos y el futuro más hostil aparece en mi horizonte. Veo el deterioro paulatino y natural de mi madre y el ciclópeo esfuerzo que me supone atenderla. Sin embargo, la atiendo. No me queda otra.. Cada día necesitará más de mí y cada día me costará más trabajo cuidarla. Le temo, como a verde vara, que recaiga y me falten fuerzas para auxiliarla. Preveo que, a pesar de nuestro morigerado tren de vida, la locomotora pecuniaria pueda renquear. Nadie me da la razón, pero nadie conoce mejor que yo mis disponibilidades económicas y mi incapacidad para afrontar cualquier obstáculo sea grande o párvulo.
Tengo miedo cuando suenan los teléfonos. Cuando muevo el coche, los Sábados,, para que no se descargue la batería. Cuando abro la puerta de la casa de mi madre y cuando la cierro. Cuando ella pasea, apoyada en el bastón de caña de bambú con empuñadura de ébano de su suegro, acompañada de Mari Paz. Cuando la llamo al ponerse el Sol para darle las buenas noches y al alborear para darle los buenos días. Miedo a todo. Miedo a mí mismo. A no poder actuar cuando sea necesario. A que nunca vaya a superar la enfermedad. A que jamás vaya a volver a ser la persona que fuí. A sufrir y sufrir hasta la muerte. A ser, para siempre, un mártir y martirizar a los que me rodean, aunque no sea ésa sino todo lo contrario, mi intención. A convertirme en esclavo de la medicación. A pesar de todo, lucho contra el enemigo, que soy yo mismo, con las armas de las que dispongo. No siempre son las mismas. Días hay que son de cartón y días que son más contundentes. Espero que alguna vez sean férreas y abatir con ellas los fantasmas de mi imaginación que, hasta el momento, no son tales, sino realidades corpóreas a las que no he podido vencer.
Sé que hay en Cádiz una bella escondida que habita en la calle José del Toro y, púdica, oculta sus encantos. Es una torre vigía. Ojalá desde ella pudiese otear que los gigantes son sólo molinos de viento que me traen brisas de esperanza. Ojalá mi deseo se transformara en realidad y Sancho convenciera a Don Alonso Quijano de su error.
A un amigo le oí decir: Deja el corazón tranquilo que cuando vuela es el pájaro más fácil para el tiro. Lo he desobedecido. Sea lo que Dios quiera, y quiera que la esperanza vuelva a mí.
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