Fuimos, Carmen y yo, a Sevilla, a la boda de la hija de Paco Redondo y de Marita Cid,no a la de don Juan Alba que quiso meterse a monja. A la boda de Marién, tres moritas me enamoran en Jaén, Ana, Fátima y Marién. Fuimos, autopista arriba, en mi coche. En mi Rover 400 que tan buen resultado me está dando pero que si llego a saber que la casa oficial la trasladan a Jerez no me lo compro. Incomodidades, las menos. Marién casó, en la capilla de la antigua fábrica de tabacos de Sevilla, donde trabajaba, de cigarrera, Carmen la de Bizet, la de Mérimée ,con Arnaldo, quien, garrido, me recordó a Arnaldo el conde del romance. Espero y deseo, en contra de la costumbre actual, felicidad y largo matrimonio. Ella lo merece, sé lo que digo, y él también aunque no opine con tanto conocimiento.
Carmen y yo nos quedamos en el apartamento de Gádor, la novia del cantautor y músico Guillermo Alvah ( Guillermo Álvarez de Toledo Castro según nacimiento, carnét de identidad y otros oficiales dicen y así es), mi hijo, en la calle Pureza de Triana, el mundialmente conocido barrio sevillano de la orilla derecha del antiguo río Betis, desde hace mucho tiempo llamado Río Grande ( Guadalquivir). Qué parrafada tan larga me ha salido. Larga y tendida en el recuerdo del muy buen rato pasado entre amigos de toda la vida.
Hablé, sobre civilizaciones perdidas,con José Antonio Gámez y Rafael De Cueto. Sobre civilizaciones perdidas pero con cabezas firmes y discurrires coherentes. José Antonio es fantástico en todo. Rafael, más tradicional en sus planteamientos. Él y yo más grecorromanos en lo estético y en el discurrir que José Antonio Gámez, siempre más idealista e idealizador. Genio y figuras de jóvenes que mantenemos con el paso de los años. Conversación interesante mientras Carmen hablaba y se reía con los dichos de Viki Gámez, buena hermana de José Antonio.
Frente a mí , cuando hacía un alto en la conversación, los otros novios, Pepe y Margarita, felices como veinteañeros a pesar de haber sobrepasado, en algo, la edad. Desprendían felicidad haciendo oídos sordos al cura que les echó un rapapolvo inesperado entre las sonrisas y los comentarios, por lo bajini, del resto de los amigos. Junto a ellos el inefable Lalín y Pepa, su querida y guapa mujer.
Se podía fumar, el espacio era abierto al patio interior del antiguo cortijo, y la noche, sevillana. Noche de otoño sevillano. De un otoño que me traía el recuerdo de otras noches otoñales lejanas en las que buscábamos aprehender la realidad que, en aquél momento, palpábamos. Disfrutamos cogiendo los instantes entre los dedos y las ideas e intentado que no escaparan como el humo de los cigarros. Que no escapasen sin dejar huella como la civilización perdida que desapareció casi sin dejar rastro según José Antonio Gámez decía. Puede llevar razón. La realidad nuestra es que nuestra amistad se fortalece con el paso del tiempo. Algo fácil y difícil al mismo tiempo. Una amistad que ha dejado rastro y huellas frescas, imborrable.
Carmen y yo nos quedamos en el apartamento de Gádor, la novia del cantautor y músico Guillermo Alvah ( Guillermo Álvarez de Toledo Castro según nacimiento, carnét de identidad y otros oficiales dicen y así es), mi hijo, en la calle Pureza de Triana, el mundialmente conocido barrio sevillano de la orilla derecha del antiguo río Betis, desde hace mucho tiempo llamado Río Grande ( Guadalquivir). Qué parrafada tan larga me ha salido. Larga y tendida en el recuerdo del muy buen rato pasado entre amigos de toda la vida.
Hablé, sobre civilizaciones perdidas,con José Antonio Gámez y Rafael De Cueto. Sobre civilizaciones perdidas pero con cabezas firmes y discurrires coherentes. José Antonio es fantástico en todo. Rafael, más tradicional en sus planteamientos. Él y yo más grecorromanos en lo estético y en el discurrir que José Antonio Gámez, siempre más idealista e idealizador. Genio y figuras de jóvenes que mantenemos con el paso de los años. Conversación interesante mientras Carmen hablaba y se reía con los dichos de Viki Gámez, buena hermana de José Antonio.
Frente a mí , cuando hacía un alto en la conversación, los otros novios, Pepe y Margarita, felices como veinteañeros a pesar de haber sobrepasado, en algo, la edad. Desprendían felicidad haciendo oídos sordos al cura que les echó un rapapolvo inesperado entre las sonrisas y los comentarios, por lo bajini, del resto de los amigos. Junto a ellos el inefable Lalín y Pepa, su querida y guapa mujer.
Se podía fumar, el espacio era abierto al patio interior del antiguo cortijo, y la noche, sevillana. Noche de otoño sevillano. De un otoño que me traía el recuerdo de otras noches otoñales lejanas en las que buscábamos aprehender la realidad que, en aquél momento, palpábamos. Disfrutamos cogiendo los instantes entre los dedos y las ideas e intentado que no escaparan como el humo de los cigarros. Que no escapasen sin dejar huella como la civilización perdida que desapareció casi sin dejar rastro según José Antonio Gámez decía. Puede llevar razón. La realidad nuestra es que nuestra amistad se fortalece con el paso del tiempo. Algo fácil y difícil al mismo tiempo. Una amistad que ha dejado rastro y huellas frescas, imborrable.
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