La ciudad y los ciudadanos duermen: Unos tras haber hecho el amor. Otros soñando con él.
El mar, no. No duerme nunca. Es insomne. Veo y oigo desde el ventanal situado a la izquierda de la mesa donde escribo, como respira cuando las mansas olas de junio rompen, tranquilas, en la arena de la playa. Apago la luz un momento. Me pongo las gafas de lejos y veo la cenefa blanca y espumosa de las olas. Escudriño la línea de costa. Nadie pasea por la orilla. Hacia poniente, el faro de la caleta destellea. Nunca se cansa de de ser acompañante de las noches marinas. Es su amante. Ahora eléctrico y antes ígneo lleva tres milenios iluninando la mar y orientando a los marineros de todos los tiempos con constancia, ahora intermitente. Amante fiel.
Hasta hace poco, un mes, todas las noches, al dormirme, temía la alborada. Ahora, no. Ahora la deseo. Hoy la espero con agradable ansiedad, como queriendo recuperar el tiempo muerto de los cuatro años infernales. Ansioso de vivir. Vuelvo a apagar la lámpara del escritorio. En la obscuridad de la habitación, las luces de la farolas del paseo marítimo alumbran la acera que nadie pisa. Son las cinco de la madrugada. Vislumbro los muebles de la estancia. Los cuadros y objetos que la decoran. La escribanía de cerámica polícroma del siglo XVIII que compré a un anticuario de Sevilla. Las tapaderas de sus tinteros recuerdan bellos pezones de mujer de buen palmito. Ante mí, el abrecartas de ébano cuyo mango, labrado, figura una cabeza de pez. A mi izquierda, el timbre metálico de fines del XIX que me regaló tía Carmen Pineda y que había estado sobre la mesa de la consulta de su suegro, médico de la colonia inglesa de Sevilla en las primeras décadas del siglo XX, John Dalebrook. Junto a él, la empuñadura de plata del bastón de mi abuelo paterno, Joaquín, que hace papel de pisapapeles. En la parte izquierda, junto al rincón formado por el testero que preside el cuadro de un Guillermete de dos años con mirada de viejo lobo de mar que otea el horizonte marino, y el grueso aluminio del ventanón por el que el mar inunda la casa, tres fotografías. Una la de mi bisabuelo Guillermo Álvarez de Toledo García, en marco rococó. Cuando la enmarqué, el marquetero ( el camión de la basura acaba de pasar por el paseo desde el que me llegan voces trasnochadoras) me preguntó si era mi abuelo. Mi bisabuelo fue el primer Guillermo de la familia, inauguró el nombre que tantos llevamos. Aparece con chaqueta y chaleco de buen paño inglés y corbata de pajarita sobre camisa blanca. Sin gafas, su mirada inteligente transluce ironía. Su bigote cuidado y barba, respetabilidad. Mis labios y boca son las suyas. Y el corte de cara. Me acerco la foto de Carmen. De una Carmen de apenas veinte años apoyada en un despintado pilar del balneario de la caleta, con pantalón a media pierna que permita ver el bronceado y sus bellas formas desde las rodillas hasta los pies. Lleva blusa de seda italiana, que aún perdura y tanto la favorece. Una Carmen en plenitud a la que un año más tarde conocería. Una Carmen de la que me enamoraría y así sigo. En la tercera foto, de izquierda a derecha, aparecemos mi hijo Guillermo, Guillermo Alvah en el mundo de la música, con su melena de rizos flojos y limpios y una camiseta negra con el nombre de Quique González bajo una bonita camisa de cuadros grises, verdes y blancos. Sonríe. A su lado, su madre con pinta de guiri, exteriorizando satisfacción tras la actuación de nuestro hijo en " La Colonial" de Cádiz; y la sangre inglesa y francesa mezclada con andaluza que circula por sus venas. Junto a ella, Carmen-niña, con el pelo como su hermano y su encanto en la sonrisa. Un poco de medio lado, yo con chaqueta gris y corbata de lana verdosa ( made in Carmen) con sonrisilla de vejete verduscón y pitillo en mano , en una de mis efímeras mejorías. Recuerdo con nostalgia aquella noche. Ahora tengo la ansiosa esperanza de repetirla. De no desperdiciar ni un segundo del tiempo que me falte por vivir. Si durante cuatro años estuve temiendo ver las primeras luces del día, ahora mismo me extasío y disfruto viendo como las primera luces del amanecer me dejan ver los nubarrones que techan el mar del Golfo de Cádiz. Renace un Álvarez de Toledo Golfín algo daltónico como siempre he sido. Sobre mi mesa hay más cosas, pero lo que quería escribir es sobre mi mejoría galopante. Sé que estas letras alegrarán a los que me quieren. Antes anhelaba la obscuridad de la noche. Ahora la claridad de los nuevos días. De los amaneceres. Sit mihi vita longa. Amén
El mar, no. No duerme nunca. Es insomne. Veo y oigo desde el ventanal situado a la izquierda de la mesa donde escribo, como respira cuando las mansas olas de junio rompen, tranquilas, en la arena de la playa. Apago la luz un momento. Me pongo las gafas de lejos y veo la cenefa blanca y espumosa de las olas. Escudriño la línea de costa. Nadie pasea por la orilla. Hacia poniente, el faro de la caleta destellea. Nunca se cansa de de ser acompañante de las noches marinas. Es su amante. Ahora eléctrico y antes ígneo lleva tres milenios iluninando la mar y orientando a los marineros de todos los tiempos con constancia, ahora intermitente. Amante fiel.
Hasta hace poco, un mes, todas las noches, al dormirme, temía la alborada. Ahora, no. Ahora la deseo. Hoy la espero con agradable ansiedad, como queriendo recuperar el tiempo muerto de los cuatro años infernales. Ansioso de vivir. Vuelvo a apagar la lámpara del escritorio. En la obscuridad de la habitación, las luces de la farolas del paseo marítimo alumbran la acera que nadie pisa. Son las cinco de la madrugada. Vislumbro los muebles de la estancia. Los cuadros y objetos que la decoran. La escribanía de cerámica polícroma del siglo XVIII que compré a un anticuario de Sevilla. Las tapaderas de sus tinteros recuerdan bellos pezones de mujer de buen palmito. Ante mí, el abrecartas de ébano cuyo mango, labrado, figura una cabeza de pez. A mi izquierda, el timbre metálico de fines del XIX que me regaló tía Carmen Pineda y que había estado sobre la mesa de la consulta de su suegro, médico de la colonia inglesa de Sevilla en las primeras décadas del siglo XX, John Dalebrook. Junto a él, la empuñadura de plata del bastón de mi abuelo paterno, Joaquín, que hace papel de pisapapeles. En la parte izquierda, junto al rincón formado por el testero que preside el cuadro de un Guillermete de dos años con mirada de viejo lobo de mar que otea el horizonte marino, y el grueso aluminio del ventanón por el que el mar inunda la casa, tres fotografías. Una la de mi bisabuelo Guillermo Álvarez de Toledo García, en marco rococó. Cuando la enmarqué, el marquetero ( el camión de la basura acaba de pasar por el paseo desde el que me llegan voces trasnochadoras) me preguntó si era mi abuelo. Mi bisabuelo fue el primer Guillermo de la familia, inauguró el nombre que tantos llevamos. Aparece con chaqueta y chaleco de buen paño inglés y corbata de pajarita sobre camisa blanca. Sin gafas, su mirada inteligente transluce ironía. Su bigote cuidado y barba, respetabilidad. Mis labios y boca son las suyas. Y el corte de cara. Me acerco la foto de Carmen. De una Carmen de apenas veinte años apoyada en un despintado pilar del balneario de la caleta, con pantalón a media pierna que permita ver el bronceado y sus bellas formas desde las rodillas hasta los pies. Lleva blusa de seda italiana, que aún perdura y tanto la favorece. Una Carmen en plenitud a la que un año más tarde conocería. Una Carmen de la que me enamoraría y así sigo. En la tercera foto, de izquierda a derecha, aparecemos mi hijo Guillermo, Guillermo Alvah en el mundo de la música, con su melena de rizos flojos y limpios y una camiseta negra con el nombre de Quique González bajo una bonita camisa de cuadros grises, verdes y blancos. Sonríe. A su lado, su madre con pinta de guiri, exteriorizando satisfacción tras la actuación de nuestro hijo en " La Colonial" de Cádiz; y la sangre inglesa y francesa mezclada con andaluza que circula por sus venas. Junto a ella, Carmen-niña, con el pelo como su hermano y su encanto en la sonrisa. Un poco de medio lado, yo con chaqueta gris y corbata de lana verdosa ( made in Carmen) con sonrisilla de vejete verduscón y pitillo en mano , en una de mis efímeras mejorías. Recuerdo con nostalgia aquella noche. Ahora tengo la ansiosa esperanza de repetirla. De no desperdiciar ni un segundo del tiempo que me falte por vivir. Si durante cuatro años estuve temiendo ver las primeras luces del día, ahora mismo me extasío y disfruto viendo como las primera luces del amanecer me dejan ver los nubarrones que techan el mar del Golfo de Cádiz. Renace un Álvarez de Toledo Golfín algo daltónico como siempre he sido. Sobre mi mesa hay más cosas, pero lo que quería escribir es sobre mi mejoría galopante. Sé que estas letras alegrarán a los que me quieren. Antes anhelaba la obscuridad de la noche. Ahora la claridad de los nuevos días. De los amaneceres. Sit mihi vita longa. Amén
5 comentarios:
hola guillermo, que alegría más grande para los que , como tu dices, te queremos, que estés impaciente porque amanezcan los días, espero que así sea por el resto de los que te queden.
Besos
Muchas gracias, pero no sé quién eres.
soy Mª José Sanromán
He leído tu entrada e inmediatamente descorcho una botella de un buen "Pesquera" y brindo a tu salud y por tu salud. Disfruta de tu renacer y sigue deleitándonos con tus escritos.
Un fuerte abrazo
Yo brindo por la vuestra con un buen Rioja joven, de los que sirven en los bares de Haro y Logroño.Por vosotros y por María José Sanromám y su niño. Estamos deseando veros.
Un abrazo tan fuerte como el tuyo.
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