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EL BLOG DE GUILLERMO ÁLVAREZ DE TOLEDO PINEDA. Blog independiente y de temas multicolores. Entre ellos , el tema estrella : Historia de los Álvarez de Toledo Golfín. Etiquetas temáticas en la parte inferior y lateral con las gracias por entrar y leerme.Unas gotitas de humor no van mal en la cazuela de la VERDAD y mucho pueden decir.

lunes, 28 de junio de 2010

UN RELATO TONTO, AUNQUE NO TANTO.

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UN RELATO TONTO, AUNQUE NO TANTO
Érase una vez un jubilado profesor de Universidad, viudo y sin hijos, llamado Tulio que hacía una semana decidió irse a vivir a la casa de la que siempre estuvo enamorado. La casa desde la que todos los días vería y tendría contacto con el gran amigo de su vida: El mar. El mar fiel y estoico. El mar azul, verde o gris, siempre bello y en movimiento pero siempre en su sitio. El gran protagonista de la Historia, el ubérrimo y profundo. El mar de soles y de sales en el que se bañaba vivo y volvería a bañarse muerto
Una noche coincidió, en el ascensor, con una señora de mediana edad y buen ver, vestida con estilo. Otra , con el joven que llevaba con artificio los pelos de punta y una cobra tatuada en el brazo izquierdo,al que había visto en una cafetería próxima. De madrugada, con un emperifollado cincuentón , con facha de invertido, que dijo ir al ático. Podría vivir en él o ir de visita. Desconocía quién habitaba el ático. Sí que en el bajo diestro pasaba consulta un ginecólogo, Hipócrates Marañón, de cinco a ocho de la tarde, según indicaba la placa.
Se trataba, sin duda, de una comunidad mal avenida cuyos miembros se ignoraban o menospreciaban unos a otros, ocultando algún arcano al que Tulio no encontraba la forma de abordar. Decidió ir a tiro hecho y preguntar a la única persona asidua a la casa con la que había conversado alguna vez mientras regaba y podaba el pequeño jardín que orlaba la entrada al inmueble, de hialinos aires gaudianos. Aquél lunes el jardinero no compareció y dos desconcertantes encuentros incidieron en la curiosidad de Tulio.
Al abrir, en su rellano, la puerta del ascensor, un negro, portando una boa enroscada al cuello, la imprecaba en castellano intentando que la sierpe se desprendiera, mientras con sus manazas oprimía la parte inferior de su cabeza . La boa, asfixiada, cayó al suelo y el golpe resonó como un saco de tierra lanzado con saña. El negro sonrió, la dejó muerta y tras decir : Después la retiraré, bajó por la escalera.
Cuando Tulio salió para dar su paseo vespertino, el cuerpo de la boa ya no estaba. El negro había cumplido su palabra. De regreso, un chino, con un perro pequinés, intentaba abrir la segunda puerta de la casa introduciendo una ganzúa en la cerradura. Tras conseguirlo, le cedió el paso con cortesía y , con naturalidad, abrió de igual forma la puerta del ginecólogo.
Ambas escenas avivaron la curiosidad de Tulio, que decidió subir, planta por planta, para, con el pretexto de presentarse, ver las caras de los habitantes de la casa. En el rellano del primero, no abrieron a diestra ni a siniestra. Tulio no tenía vecino de planta. En el tercero derecha, pudo leer : Alí Smith Pérez, Profesor de Árabe y de Inglés. Pensando que podía tratarse del negro de la boa, no llamóy, tras contar veinte peldaños, alcanzó el distribuidor de la cuarta. Lo encontró repleto de macetas talaveranas sin tierra, excepto una que lucía un ficus turgente y alto que besaba el techo y acababa de ser regado. Crecía junto a la puerta izquierda y pulsó el timbre. Abrió la señora elegante con la que un día se cruzó. Lo invitó a pasar. Sentado en un sillón de orejeras tapizado en rojo, observó que la mujer no llevaba ropa interior. Su bata de lino blanco permitía entrever sus bellas formas y sus colores más íntimos. Rondaría los cuarenta y era muy atractiva. El acento delataba su nacionalidad francesa. Buenas pinturas enmarcadas con lujo y buen gusto colgaban de las paredes en las que un monumental espejo isabelino reclamaba , a pesar de la competidora decoración, el máximo protagonismo . Mientras Jacqueline preparaba el cognac que le había ofrecido, Tulio reparó en la colección de máscaras africanas de ébano que se amontonaban bajo el ventanal con vistas al mar y en la piel de tigre que alfombraba un rincón de la estancia sobre la que , en una mesa de medio punto, descansaban estatuillas de serpientes africanas.
Jacqueline se disculpó al descalzarse. Sus pies eran tan bellos y bien formados como el resto del cuerpo que enseñaba, poco a poco y por partes, sin pudor. Al acompañarla a la cocina, un aparador modernista de Busquets servía de digno soporte a porcelanas y lozas de Sévres y de Limoges. Tulio, al pasar por la puerta entreabierta del dormitorio, giró la mirada y vio, sobre el cabecero de caoba de la amplia cama, una cabeza de león con las fauces abiertas y colmillos como puñales.
Mi amante es keniata. Era encantador de serpientes y de mujeres. Es políglota. Ahora da clases de árabe y de inglés. Dentro de poco las dará de francés. El castellano lo habla por su madre, era manchega.
Tulio dio un trago. Es muy bueno el cognac, comentó. Es brandy, Lepanto, respondió Jacqueline.
Con los años se va perdiendo paladar. ¡ Se van perdiendo tantas cosas ¡.
Ande, ande. No diga usted eso, respondió la francesa intentando escanciarle de nuevo y descubriendo sus pechos en forma de copas de champagne al inclinarse.
No. Gracias Jacqueline. Es muy hospitalaria. Debo irme. Mis costumbres son morigeradas. La edad no perdona. Encantado.
Vuelva otro día, le susurró la mujer al oído al abrirle la puerta.
Eran las diez de la noche. El paseo estaba desierto y la bruma apenas dejaba ver los destellos de las barcas de pesca que faenaban en el mar y los del faro de poniente. El silencio, absoluto, era interrumpido, con intermitencia, por el sonido del motor de los coches que se dirigían a las afueras de la ciudad.
Ya no habría pacientes en la consulta del ginecólogo; Pero, tal vez, Hipócrates aún permaneciera en su lugar de trabajo. Tulio bajó. No abrió la puerta el médico. Lo hizo el chino que dijo llamarse Kan-Tón y le comentó que el doctor no volvería hasta mañana a las cinco de la tarde. El perro olisqueó a Tulio y desapareció. Kan-Tón era braquicéfalo. Su cara aplanada y característica de los hombres del lejano Oriente, coronaba a un cuerpo más espigado que el común de sus paisanos. La viveza de la mirada traslucía que se trataba de hombre mañoso.
Al volver Tulio a su piso notó que la cerillera de plata de su abuelo había desaparecido. También faltaba del arcón de cedro la foto, enmarcada en plata, de su mujer. Aquella noche, como todas, el telefonillo no sonó. Tulio no pudo conciliar el sueño más de una hora seguida. Si las cosas le parecían extravagantes y misteriosas antes de iniciar sus pesquisas, ahora le parecieron más y deseó, con ansiedad, poder hablar con el jardinero y que alboreara el nuevo día. A los ocho tocó el repartidor de periódicos. Afeitándose palpó las huellas de la noche insomne. Los ojos hinchados y las ojeras marcadas indicaban falta de descanso. Lo avejentaban echándole diez años encima.
La niebla se había disipado y el cielo, limpio de nubes, mostraba el color azul intenso propio de los días de salada claridad que caracterizaban a la ciudad. Desde la terraza, vio cómo un hombre joven arrancaba las hojas secas de los arbustos del jardincillo. No se trataba del jardinero que conocía. Bajó de prisa con agilidad juvenil. No aparentaba los sesenta y seis años que pronto cumpliría. Sus piernas se conservaban tan ágiles como su cabeza. Con coquetería pensó que Jacqueline lo había considerado menos viejo y recordó el buen palmito de la parisina, sus insinuaciones y los apetecibles encantos que le mostró, para que no los olvidara, sin la anuencia de Alí Smith el ex encantador de serpientes. Por su fisonomía, el joven jardinero podría ser hijo del jardinero mayor. Dando por cierto el supuesto, le preguntó por su padre.
Padece jaqueca. Los días que no puede venir lo hago yo por él, respondió el joven esparciendo por los arriates un abono de olor nauseabundo que apartaría cualquier insecto maligno y a toda persona de fino olfato. Interrumpiendo la conversación de Tulio con el hijo del jardinero, Kan-Tón dio los buenos días. Llevaba un gran bolso de piel de cocodrilo, repleto y mal cerrado, por el que asomaban algunos objetos metálicos. Entre ellos, pensó Tulio, irían la cerillera y la foto de su mujer. El chino es un hombre bueno, comentó el joven al ver que Tulio lo miraba con desconfianza. De regreso a su piso, la cerillera y el marco de plata, recién limpios, brillaban sobre el arcón de cedro de la entrada. Tal vez prejuzgó a Kan-Tón, pero el oriental podría entrar en su casa en cualquier momento. La ganzúa estaba en sus hábiles manos. Poseía patente de corso. Tulio pasó toda la mañana en casa. Kan-Tón podría entrar de forma sorpresiva y prefería estar dentro.
Tulio oteaba el horizonte, escudriñándolo. Intentaba ver, más allá, las cercanas costas africanas. Intentaba traspasarlo. A las dos de la tarde bajó a la cafetería de la esquina. Aquí almorzaba los días que le faltaban ganas de preparar algo en casa, pues la pensión le permitía vivir con holgura. Comer sólo le causaba tristeza; y era, entonces, cuando más añoraba a Livia, su mujer, con quien había convivido treinta años de vida marital y de consuno.
Al fondo del establecimiento compartían mesa y conversación Jacqueline y el señor del ático. Le indicaron que se acercara y sentase con ellos. La conversación giraba en torno al chino.
Nunca me ha robado nada. Lo único que hace es limpiar y relimpiar la plata y los metales, afirmó Jacqueline que lucía pantalones vaqueros y un polo celeste ceñido.
Hernán Folguín llamó al camarero y pidió una copa de rioja de la casa para Tulio. Holguín, de forma y modales exquisitos, era anticuario. El ático era el piso mayor de la casa. Hernán dijo que unió los dos pisos de la planta para dar cabida a su numeroso mobiliario, pero conservando las dos puertas principales y las dos de servicio a fin de no romper la armonía interior del edificio.
Kan-Tón, por consiguiente, dispone de cuatro entradas. Desconozco si accede por una u otra, mas les aseguro que lo hace. A veces deja colillas en los ceniceros. Son sus tarjetas de visitas. Cuando va, no sé cómo se las ingenia, nunca estoy yo. Me resultaría enojoso que entrase y rompiese mi intimidad.
Dispone de un pequeño artilugio que indica si hay alguien en el interior, arguyó Jacqueline en cuya casa también había penetrado de forma subrepticia.
¿ Nunca lo han denunciado?, preguntó Tulio. Nunca, respondieron al unísono la francesa y el anticuario. No roba nada. Tan sólo, ya lo hemos comentado Jacqueline y yo, limpia la plata, añadió Hernán.
Según el hijo del jardinero se trata de un hombre honrado. No lo dude , Tulio, corroboró la mujer.
Hernán Folguín, con tiendas de antigüedades abiertas en Madrid, Cáceres y Cádiz era el presidente de la comunidad. A Tulio todo aquello le parecía estrafalario. Tanto como el número de viviendas deshabitadas del edificio o el extraño suceso del negro y la boa. Lo que parecía cierto, y en esto había errado, era que la comunidad fuera mal avenida.
El vino es un gran vino joven, comentó tratando de ocultar sus verdaderos pensamientos. De no ser así le hubiese dado a elegir, respondíó el anticuario. Tiene usted aspecto de buen catador.
El bouquet de la copa lo trasladó a años lejanos cuando, tras ser suspendido en unas oposiciones, recorrió la Rioja acompañado de un entrañable amigo cuya amistad perduraba a lo largo del tiempo. Recordando los barecitos de Haro con nostalgia, aceptó otra copa acompañada de anchoas del Cantábrico. Los comensales eran amenos conversadores y, entre copa y tapa, almorzaron. Holguín pidió la nota y pagó. Tulio, agradecido , los invitó a tomar café en su casa. En el portal coincidieron con una señora embarazada que llamaba a la puerta del ginecólogo. Era china. Con kan-Tón se cruzaron en la escalera.
Jacqueline y Holguín fueron deslumbrados por el viejo reloj de pared, roído por la carcoma, que colgaba de un pilar de la sala. La pintura era azul ribeteada de hojas y florecillas blancas y rojas. El péndulo, sobre fondo blanco, oscilaba sin interrupción produciendo un tic tac pleno de musicalidad. Simbolizaban, según Tulio, los latidos del corazón de la bellísima joven que aparecía en él dibujada.
Una alegoría de la juventud, musitó Jacqueline.
En la parte superior del reloj, dos pequeños orificios, donde se introducían las llaves para darle cuerda, servían de ojos pícaros al rostro barbado de un anciano sobre el que las manecillas avanzaban inexorablemente.
La vejez, dijo Holguín. La vida, apostilló Tulio.
La decoración es genial. Lástima que la carcoma lo acabe destruyendo, prosiguió el anticuario con intención, pensó Tulio, de devaluarlo. La madera perecerá, pero la polilla no podrá con el espíritu del tiempo. Es eterno, respondió Tulio.
El autor es el mismo que pintó el payaso de la entrada y esta Ofelia, aseguró Holguín señalando con el índice al cuadro que colgaba sobre el sofá. Lo es, y del hombre agitanado que ahora les mostraré. Son obras de un médico sevillano amigo de mi tío Fernando.
Jacqueline, mientras oía la conversación, observaba, absorta, otras pinturas hiperrealistas que adornaban la habitación. Qué gran dibujante fue su autor, dijo la mujer para sí. Dirigiéndose a ella , Tulio le aclaró que eran óleos de un cuñado suyo.
Sin duda Hernán Folguín y Jacqueline eran dos entendidos en arte. Era lo único que , con certeza, podía pensar Tulio de aquellas dos personas que se despidieron ofreciéndoles sus casas. Las buenas formas y el saber estar resultaban evidentes. Jacqueline intentó retirar la bandeja. De ninguna forma, se opuso Tulio.
Al marcharse, Tulio volvió a pensar en la libertad del chino para entrar y salir de los pisos. El que no entrase cuando los moradores permanecían dentro, apenas tenía importancia. Era lo de menos. Todo, incluido el probable uso del teléfono, la cocina , el baño …estaba a disposición de Kan-Tón.
Durante el almuerzo y el café, Jacqueline no había coqueteado con el anticuario. Sutilmente con Tulio, quien no acertaba a comprender cómo las intrusiones del chino no se denunciaban por muy buen hombre que fuese.El reloj que había deslumbrado a Jacqueline dio las siete. Nubarrones obscurecían la tarde septembrina y el poniente fuerte, casi huracanado, presagiaba noche de rayos y truenos.
Tulio abrió, al azar, una edición de bolsillo de El Quijote. Apenas releyó varios párrafos. El cielo retumbó y una cortina de agua comenzó a caer obscureciendo, aún más, la tenue luz del atardecer.
Sonó el teléfono.
Llamo a casa de don Tulio Portafierro. Soy el jardinero. He sabido, por mi hijo, que quería hablar conmigo. Puede hacerlo.
¿ Viene mañana a cuidar el jardincillo?.
No. Iré pasado mañana.
¿ Le importaría subir a mi piso cuando termine de regar?.
En absoluto. Sobre las diez estaré ahí.
Gracias, buenas tardes y hasta entonces.
El chaparrón encharcó pronto el asfalto del paseo marítimo y los coches, aminorando la velocidad, formaron una hilera continua de luces que llegaba hasta el hotel Nike. A Tulio le gustaba observar el aguacero al trasluz de las farolas . Ver los goterones deslizarse sobre las tulipas del alumbrado, limpiándolas del polvo y la arena acumulados durante los meses secos y calurosos del verano y cómo el viento zarandeaba las ramas de las palmeras, amenázándolas con desprenderlas. Echaba de menos el olor a terruños mojados que, de niño, aspiraba en el olivar de su abuelo hasta llenar al máximo sus pulmones. Respirando con ansia el olor de la tierra recién mojada. Tiempos lejanos y felices que añoraba con frecuencia. Horas pasadas que ya no eran pero que seguían siendo. Que formaban parte de su existencia como el pozo de brocal y cubierta enjalbegados de la finca de su abuelo que, en las noches de Luna llena ,servía de faro de tierra a los mochuelos carianchos que tanta gracia le hacían. Kan-Ton, con su cara redonda como una bola y sus ojos grandes y redondos se los recordaban. Pensaba que en la vida hay cosas y personas que, aunque pasadas, son presente. Siguen viviendo mientras permanezcan en el recuerdo. Como Livia, con sus verdes ojazos, los rizos de su pelo, su buen palmito y su mirar claro y profundo que lo enamoraron mientras explicaba la Córdoba Omeya de Abderramán III y sus razias sarracenas contra los núcleos del norte peninsular resistentes al Islám .Como los amigos muertos que seguían viviendo en él, como sus padres y como tantas otras personas que sin estar, existían. Cuando se apartó del ventanal de la sala de estar, encendió un cigarro sacado de la pitillera de Ubrique que le regaló Livia , por la que parecía que no pasaban años, y se sentó en el sofá junto a la lámpara de la rinconera. Su lugar preferido.Cerró los ojos y viajó, con Livia, a Córdoba, a Cáceres, a Toledo , a Salamanca.A la España que tanto amaron y tanto les dolía. A la España llena de creencias y carencias, siempre invertebrada a pesar del Sistema Ibérico, del Sistema Central, de las Mesetas y de los grandes ríos y los grandes hombres que la intentaron vertebrar sin éxito. La España mal cosida con retales nacionalistas , en la que vascos y catalanes seguían sin querer integrarse utilizando medios hirientes y sangrientos. Estudioso de la Historia, comprendía los hechos diferenciadores de los condados catalanes y de la propia Barcelona. Menos la difidencia vasca a pesar de su Lengua perdida en la noche de los tiempos.La aspiración a la independencia plena del Estado central era manifiesta. Algo que no beneficiaría ni a unos ni a otros. Para Tulio la unidad político territorial desde los Pirineos hasta Tarifa, tan diáfana para la administración del Imperio Romano, debiera marcar los límites de un solo Estado Ibérico que acogería a Portugal como parte de la Confederación de Estados Ibéricos. Tulio veía en ella la solución al problema español. Un solo Estado desde los Pirineos hasta el Estrecho de Gibraltar respetando las Historias e Instituciones tradicionales de cada territorio. Los límites no podían ser más claros. Su consecución, por intereses particularistas, obscura. Pensaba que en una Europa que caminaba por la vereda de los vínculos unificadores, la dirección contraria por la que deambulaba España era vía siniestra. Error sangriento cuya herida no cerraba. Desde joven defendió la hipótesis de estrechar vínculos con Iberoamérica. Más que con la boyante Europa. Marginando la idea de América para los americanos del Presidente Monroe,España o la Federación Ibérica no sería la madre patria pero sí la patria madre.En Europa La Federación Ibérica nunca dejaría de ser cola de león. Tal vez al otro lado del Atlántico comenzase siendo cabeza de ratón y terminase siendo algo más dentro del concierto internacional. Una Commonwealth Ibérica.
El péndulo del reloj, en el que se mostraba una cara de mujer joven de ojos grisáceos, boca de labios carnosos pintados de verde y pómulos prominentes, se bamboleaba al son del tic-tac mientras las manecillas casi formaban el ángulo recto que tocaría las nueve. Toques eufónicos y acompasados con resonancias acristaladas que acariciaban los oídos. Sones cadenciosos que en la duermevela de las noches lo ayudaban a retomar el sueño profundo antes de echar de menos la ausencia de Livia. Cuando una de las agujas del reloj tapó el ojo derecho del anciano, mostrando un efímero guiño al tiempo, la musiquilla acristalada volvió a sonar como lo habría hecho desde hacía más de un siglo. El pintor tal vez había intentado acercarse a la música de las esferas.Al tiempo eterno. A las horas que marcan la vida y la muerte. A Dios. Con frecuencia Tulio reflexionaba sobre el mensaje que el pintor quiso dar a través de la decoración del reloj. Llegó a pensar que más que una alegoría sobre la juventud, la vejez, la vida o la muerte; el autor quiso expresar la divina eternidad. No descartó que Hernán Folguín, al que tanto había deslumbrado el carcomido reloj, le hiciese una oferta. Pero para él, la pieza no tenía precio. Su tío Fernando se lo regaló a Livia. Recordaba el día que Fernando Portafierro, al percatarse de que Livia no le quitaba ojos de encima y le hacía continuas preguntas sobre la decoración de la caja y las figuras del interior, lo descolgó y le dijo: Para ti. Se lo agradeció durante toda su vida.
Con la puntualidad de costumbre sonó el telefonillo.Abrió,era el repartidor de periódicos. Un raspajeo sonó en la puerta que abrieron como si el propio Tulio hubiese girado el pomo desde dentro. Kan- Tón le echó una manta por encima de la cabeza. Alí Smith Pérez lo estranguló con mayor facilidad que a la boa. Tras el asesinato se escondían razones de Estado.

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